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Agitando las ondas de tu conciencia

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Articulo de Benito Rabal para Mundo Obrero.

Benito Rabal / jun 08

Parece ser que, sentado junto al samovar, Fiodor Dostoyevski le decía a María Fiedorovna mientras está cargaba su pipa: " Es cierto que dos y dos son cuatro, pero no deja de ser maravilloso que tal vez pudieran ser cinco, o tres…".

No se si la anécdota sucedió así o no. Lo que sí que sé es que, en la vida cotidiana, aquella en la que los números no son sino símbolos para darnos cuenta que no llegamos a fin de mes, la ortodoxia de las reglas matemáticas no siempre funciona. Ni tampoco el famoso postulado que nos enseñaban en la escuela relativo a la multiplicación, "el orden de los factores no altera el producto". No siempre es verdadero. Es más, suele ser falso.

De hecho, no es lo mismo decir que se lucha por la paz mundial, a proclamar que se lucha contra la Guerra, así, con mayúsculas. Parece igual, pero no lo es. Hablar de la paz es algo cargado, en principio, de nobles intenciones, pero intangible, etéreo y sobre todo, confuso. Grandes asesinos han recurrido a tan loable palabra proclamándose sus acérrimos defensores. Ahí están los cuarenta años de paz de Franco, o los más recientes "crímenes pacíficos" de Bush, Blair, Aznar o Durao Barroso, de quien, por cierto, nadie se acuerda - o no se quieren acordar - que también estuvo en las Azores. O el Estado sionista - fascista - de Israel. O el sumum del crimen organizado, el Estado mafioso del Vaticano, que, mientras se dedica al vergonzante tráfico de armas, despide a sus acólitos con el engañoso lema de "la paz sea con vosotros" - "y con nuestro bolsillo" , añadiría yo -. Por el contrario, luchar contra la Guerra significa denunciar a quienes se benefician a costa de tanta sangre - España misma es uno de los mayores productores de armamento -; señalar a los autores del crimen - como Aznar lo es de cientos de miles de iraquíes y también de Jose Couso -; ahondar en las verdaderas raíces de los conflictos aunque siempre sean las mismas, expolio y saqueo; o promover una cultura alejada de todo tipo de violencia, llámese machismo - del que todas las religiones son los paladines -, ansia de riquezas - caiga quien caiga y a costa de quien sea - o espectáculos taurinos y procesiones varias en las que la exaltación del dolor es lo fundamental.

No es lo mismo luchar por mantener el equilibrio ecológico que hacerlo contra el capitalismo, que, a fin de cuentas, es quien lo amenaza. Lo primero nos reduce a simples jardineros. Lo segundo, a miembros de una especie que lucha por su supervivencia. O decir que hay que acabar con el hambre mundial, en vez de que hay que desterrar el colonialismo, la deuda externa o el uso de transgénicos, cultivos masivos y biocombustibles. Lo primero tal vez nos deje la conciencia tranquila, pero es sólo de la otra manera que podremos acabar con la cruel cifra de cinco niños muertos a cada segundo, niños pobres en un mundo de abundancia.

Lo mismo sucede con la escuela pública. Más de una vez miro la cara de extrañeza de algunos padres a la puerta del colegio cuando leen la convocatoria de una manifestación por la defensa de la escuela pública. Me da la impresión que piensan que de eso ya tienen y seguramente será que los maestros quieren más salario. No les justifico, pero otra cosa pensarían si la convocatoria fuera más explícita con la raíz del asunto, si directamente se dirigiera contra la escuela concertada.

Es historia que, en la llamada transición, la escasez de escuelas hizo que el Estado concertara con la Iglesia las suyas a fin de hacer extensivo a toda la población el principio de educación gratuita - ¡es un decir! - y universal. Eso fue así, aparte el diezmo de vasallaje que según el Concordato de 1979 hay que pagar a esa caterva de pedófilos ladrones. Pero ya han pasado años, España es la octava potencia mundial y digo yo que escuelas ya se han hecho. Sin embargo la desfachatez con que se sigue financiando a la escuela concertada con nuestro dinero no lleva sino a empobrecer la pública y no solo en cuanto a medios, sino también me refiero al prestigio y respeto. Sin los fondos desviados a la Iglesia, nuestras escuelas públicas tendrían piscinas, ordenadores, libros de texto gratuitos o comedores de calidad sin que a las familias les costase desembolso alguno.
Es para eso que se pagan impuestos y no para enriquecer a quienes además, pervierten las mentes de nuestros hijos.




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